La muerte de la poesía ha sido anunciada desde siempre. A mediados del siglo XIX sus detractores sostenían que, con el auge de la ciencia, la poesía tenía sus días contados. Algunos intentaron defenderla con el argumento de que las nuevas estéticas tenían una base científica; otros, afirmando que sus poemas se regían por el método experimental. Pero la verdad es que no tiene ningún sentido defender a la poesía en esos términos. Ni la ciencia ni la tecnología podrán amenazarla jamás, no sólo porque fluyen por cauces separados, sino porque obedecen a necesidades distintas del ser humano. La tecnología está validada por el progreso y la novedad. Esos valores son irrelevantes para la poesía. Un televisor en colores de alta definición puede dejar obsoleto a uno de esos armatostes en blanco y negro de los años 50, pero T. S. Eliot no hace obsoleto a Shakespeare, y un antipoema de Nicanor Parra no es ni más ni menos “progresista” que un epigrama de Marcial. En cuanto a las “ruidosas novedades” de la vanguardia, como las llamaba Borges, no fueron más que efímeros fetiches. El tiempo siempre ha jugado en contra de las novedades. No deja de ser irónico que Antonio Machado, el menos “novedoso”, el menos vanguardista de los poetas españoles del siglo XX, sea uno de los más vigentes.
Enrique Lihn, Nicanor Parra, y Óscar Hahn: Santiago,1980
Enrique Lihn, Nicanor Parra y Óscar Hahn en Santiago, 1980. (Cortesía de Óscar Hahn)
Se parte también de la falsa premisa de que en el pasado los amantes de la poesía abundaban y ahora son una especie en extinción. Para refutar este planteamiento bastaría recordar que John Keats vendió exactamente 27 ejemplares de su primer libro y que Walt Whitman se lamentaba de las bajas ventas de su obra maestra Hojas de hierba. Nunca los lectores de poesía han constituido legión. Ni en el pasado ni en el presente. Pienso que son una especie aparte del género humano. Como diría Vallejo, “son pocos, pero son”. Integran una minoría selecta, que proviene de los más diversos estratos sociales y culturales. Así como para ser poeta se necesita una conexión privilegiada con el universo y con el lenguaje, para ser lector de poesía se requiere una sensibilidad especial. Lo notable es que algunas personas poseen esa sensibilidad, pero no lo saben hasta que son puestas frente a un poema que los transfigura.
Cuando el hombre llegó por primera vez a la luna, algunos televidentes, deslumbrados, anunciaron que la verdadera poesía del futuro era la exploración espacial. Fue impactante, claro que sí. Sin embargo, después del segundo viaje, la gente ni siquiera se tomaba el trabajo de mirar el televisor. La repetición mata la novedad. Sin embargo uno puede leer un gran poema incontables veces, sin cambiarle ni una letra, y seguirá incólume. En estos días se proclama que la informática y las tecnologías digitales van a ser las sepultureras de la poesía. Con la llegada de los videojuegos, los iPods, los iPhones y otros artefactos de información y entretención, la poesía está en su fase terminal, se dice. De nuevo se equivocan. Nadie lee poemas ni para informarse ni para entretenerse. Un poema no es un procesador de datos. Y si la finalidad de la poesía fuera la entretención, habría desaparecido hace tiempo. El que sólo desea entretenerse, busca una gratificación rápida. Pronto, sin embargo, llega el aburrimiento, y los fabricantes deben poner en el mercado otras versiones de sus productos, las que a su vez están condenadas a ser substituidas año tras año. Todo esto culmina con la desaparición del sistema y con su reemplazo por otro más avanzado. En cambio, el placer estético que proporciona un poema verdadero es inagotable. Uno puede leerlo en repetidas ocasiones y comprobar que el significado del texto permanece, pero al mismo tiempo es otro. La identidad y la diferencia coexisten. Y desde luego ningún poema se escribe para “reemplazar” a los anteriores.
En sus orígenes, la poesía llegaba a círculos reducidos, a través de la oralidad y del trabajo de los copistas. Luego vino la invención de la imprenta, que amplió considerablemente su radio de alcance. En la actualidad, los blogs, Facebooks, Twitters y diversas páginas de Internet le están dando una difusión que los trovadores provenzales ni siquiera soñaron. Las tecnologías de última generación no sólo no han obliterado a la poesía, sino que han contribuido a preservarla y propagarla. Muchos poemas se envían como mensajes de texto y transitan de celular en celular. Es el género literario que más se ha beneficiado con las computadoras. Gracias a su diseño gráfico y a su extensión, un poema puede ser visualizado fácilmente en la pantalla. En suma, nunca en la historia de la humanidad ha sido más accesible a los lectores. Si esas armas imaginarias que destruyen los bienes materiales, pero no afectan al ser humano, pulverizaran toda la tecnología existente, los poetas seguirían escribiendo con esas mismas cenizas. ¿La poesía un arte moribundo? Encienda su computador, amigo. Ahí está, vivita y chateando entre millones de megabytes.
Este articulo se publicó originalmente en la Revista de Libros de “El Mercurio” el 5 de octubre 2008.